Se cuenta que la historia sucede cuando la Hermandad del Gran Poder enviaba andando a los hermanos a pedir la venia para preceder a la Macarena en la carrera oficial, en cumplimiento de la Concordia.
Todas las madrugadas de los Viernes Santos se hacía así formalmente, desde que con la mediación del Cardenal Spínola, se ratificase el acuerdo entre las dos hermandades, algo que desafortunadamente quedó roto en 1902, tras existir desde tiempo inmemorial.
Al filo de la media noche, una diputación de nazarenos del Gran Poder ha de personarse ante la Hermandad de la Macarena para solicitar pasar por la carrera oficial antes que ella y ésta siempre lo tiene que conceder.
Por aquel entonces los nazarenos iban y venían andando y, en el grupo que fue en aquella ocasión, iba un hermano que caminaba con dificultad.
Cuando ya habían terminado de llevar a cabo su misión e iban de regreso, el hermano que andaba con dificultad se quedaba aún más rezagado, lo que empezó a inquietar al resto del grupo que temía retrasase en exceso la incorporación a la Cofradía antes de que ésta iniciase su salida del templo.
Empezó a llover débilmente y se hacía necesario apretar el paso.
Guardaban la regla de silencio y no mediaban palabra alguna con el rezagado.
Pero, a fuerza de volver la cabeza y mirarle, comprendieron la causa del retraso: se le había roto la correa de una sandalia.
El asfalto mojado no aconsejaba prescindir de las sandalias y terminar el recorrido descalzo; y los esfuerzos que el nazareno realizaba para corregir la anomalía no daban ningún resultado.
Los del grupo pudieron suponer que convenía detenerse y, como la lluvia arreciaba, se fueron protegiendo bajo los árboles hasta alcanzar unos portales de la Alameda de Hércules.
Era una noche cerrada.
La festividad del día, la hora avanzada y la inclemencia del tiempo habían vaciado de público esa zona que, ante la diputación de nazarenos del Gran Poder, se mostraba apagada y solitaria.
Un hombre, muy moreno, casi negro, con manos grandes y algo huesudas, salió de las sombras y vino a resguardarse también de la lluvia poniéndose al lado del hermano que se rezagaba.
Este escucho que le decía:
"Lleva una sandalia rota. ¿Quiere que se la arregle?".
El nazareno asintió con la cabeza. Se descalzó y puso la sandalia en manos del hombre recién llegado.
Este extrajo de uno de sus bolsillos una larga aguja de zapatero y un carrete de hilo y, con rapidez y destreza, se la reparó. Luego se agachó. Tomó el pie descalzo. Lo limpió con sus manos, lo introdujo en la sandalia y se la abrochó.
Como sombras que se proyectaban desde las paredes, los demás encapuchados (de negro) asistían inmóviles a la escena.
Todo acontecía deprisa. Como si el hombre estuviese apremiado como ellos por la salida inminente de la cofradía.
Casi no se distinguían los rasgos de su rostro. El pelo, negro y crecido, se le alborotaba en ondulaciones incipientes. Las manos se movían con presteza.
Cuando se incorporó, tras haber engarzado las correas de la zapatilla, todos los componentes del grupo dejaron de prestarle atención desviando sus miradas hacía el hermano con dificultades para andar, el calzado que se acababa de reparar.
Este dio unos cuantos pasos y comprobó la calidad del trabajo.
Casi al unísono volvieron todos a mirar al hombre al que no sabían como agradecer su ayuda.
No lo hallaron. No estaba.
La Alameda seguía solitaria.
Miraron por las calles adyacentes y también las encontraron vacías.
Y había dejado de llover.
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