Colaboración de Antonio Campano
Como
saben todos los sevillanos, el convento de frailes dominicos de San
Jacinto, antes de establecerse en Triana estuvo situado entre la actual
barriada de Pío XII y el Hospital de San Lázaro, por lo que todavía hoy,
hay una zona que se llama ``Huerta de San Jacinto´´, en ese lugar.
Los frailes tuvieron allí, su convento, pero aquello quedaba muy lejos, en sitio despoblado y la fundación no prosperó, teniendo que decidirse la comunidad al traslado a Triana. Sin embargo, hubo un fraile que se llamaba fray Benito, que poco antes de la marcha dijo al prior:
-Durante
bastantes años he estado en este convento y con mis propias manos he
arreglado el altar y he enterrado a nuestros hermanos cuando morían, en
nuestro pequeño cementerio conventual. Yo quisiera pedir a vuestra
paternidad su licencia para quedarme aquí y seguir cuidando la capilla y
el cementerio.
-¿Y de qué os sustentaréis, fray Benito?
-No se preocupe vuestra paternidad. Sé cultivar la huerta y con lo que coseche tendré suficiente para mi frugal colación.
El
prior dio su bendición a fray Benito y con el resto de la comunidad
emprendió la marcha hacia Triana, a habitar su nuevo convento.
Quédese pues, fray Benito, como ermitaño, feliz en la soledad.
Cada
mañana adornaba con flores el altar, decía su misa y alegremente se
marchaba a trabajar a la huerta, donde tenía sus coles, sus lechugas,
sus alcauciles. Por la tarde iba otra vez a la capilla, donde pasaba las
horas rezando el rosario, en sosegada oración.
Y he aquí que una de
esas tardes, cuando después de almorzar y de dormir una breve siesta, se
dirigió a la capilla, vio que por olvido se había dejado abierta la
puerta. Entró con cierto temor de que se hubiera entrado algún perro o
gato vagabundo y le hubiera volcado los floreros del altar. Y al entrar
vio que en la capilla había una joven arrodillada, rezando y que, de vez
en cuando, daba profundos suspiros y se llevaba el pañuelo a los ojos
llorando.
Acercóse el anciano fraile a consolar a la afligida joven y le preguntó cuál era la causa de su pena:
-Ay,
padre, -dijo ella-. Tengo la desgracia de que se ha enamorado de mí un
muchacho de familia acomodada de Sevilla. Su padre es abogado y
escribano.
-¿Y eso es una desgracia?
-Sí, padre, es una desgracia,
porque yo soy hija de un panadero, que gana solamente un mísero jornal.
¿Cómo voy a casarme con mi novio, si no tengo más ropa que la puesta?
¿De dónde me va a venir el milagro de un vestido de boda para poder
casarme sin que mi novio y su familia se avergüencen?
Y la muchacha volvió a llorar y a suspirar.
La despidió fray Benito con las palabras de consuelo. Y cuando se marchó ella, el buen viejo se puso a rezar.
Aquella
noche no pudo dormir, pues no se le iba del pensamiento la tristeza de
la muchacha, así que se levantó a medianoche y se fue a la capilla y
allí, puesto de rodillas ante el altar, le dijo a la Virgen:
-Señora, tú que eres la Madre de todos, haz algo por esa hijita tuya, que no puede casarse por falta de vestido.
Fuera
que el sueño le traspuso o fuera una visión sobrenatural, el caso es
que fray Benito vio o creyó ver que la Virgen movía los labios y al
mismo tiempo escuchó una voz que decía:
-Si me traes las telas, yo te las coseré.
Fray Benito se puso en pie, frotándose los ojos y dirigiéndose al altar dijo:
-Está bien, Señora, buscaré las telas.
Y
al amanecer abandonó el convento y se fue para Sevilla, donde empezó a
visitar una por una las casas de distintas personas a quienes conocía
como protectoras del convento y limosneras de los pobres. Y en un sitio
consiguió que le dieran un trozo de tela blanca; en otro lado una
cortinilla de gasa o de tul; en otro unas cintas.
Con todo ello fue llenando un saco y al anochecer ya estaba de regreso al convento.
Se
hizo unas sopas, porque estaba hambriento, y después salió un rato a
pasear por la huerta y por el pequeño cementerio de los religiosos,
rezando su obligación diaria. Después recogió el saco y se fue con él a
la capilla; se acercó al altar, vació sobre él todas las telas que
había limosneado y dijo dirigiéndose a la imagen de la Virgen:
-Yo ya he cumplido con lo mío que era buscar las telas. Ahora os toca a Vos, Virgen Santísima. Así que Señora, ¿quieres coser? Señora, ¿quieres cortar?. Y, poniendo al mismo tiempo unas tijeras, una aguja, un carrete de hilo y un dedal al dalo de las telas, se santiguó y salió de la capilla apresuradamente.
Llegó a su celda y allí se puso de rodillas y
permaneció largo rato en oración.
Por fin, empujado por la curiosidad y al mismo tiempo por la confianza, volvió a la capilla:
¡Allí
estaba extendido sobre el altar el ajuar de novia más bello y
deslumbrante que se hubiera podido soñar!: Un vestido de seda, de
elegante corte: un velo largo, ceñido a una diadema. Y un montón de
corpiños, basquiñas, faldas y sayas que componían toda una variedad que
hubiera envidiado a cualquier mujer para casarse.
Y así fue cómo
Conchita, la hija del oficial panadero más humilde de Sevilla, pudo
celebrar su boda con lucimiento y sin que su novio ni la familia de él
se avergonzasen de su pobreza.
Fray Benito continuó largos años en el
convento abandonado de San Jacinto, cuidando la huerta, el cementerio
de sus hermanos religiosos y el altar en donde la Virgen había hecho el
oficio de costurera, milagrosamente, cuando él le pidió:
-Señora, ¿quieres coser? Señora, ¿quieres cortar?
Fuente: Tradiciones y Leyendas sevillanas, José María de Mena.
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