En la antigua Ciudad de México, cuando era la joya del Virreinato de Nueva España, se contaba la historia de un caballero desdichado, que ha pasado de generación en generación. Era conocido como El Armado y su historia ha perdurado en la memoria colectiva y en las calles de la ciudad.
La leyenda ubica al caballero, español, a principios del siglo XVI, recorriendo con su armadura los caminos entre su hogar y el Convento de San Francisco.
Pero lo que llamaba la atención no era la rutina de su peregrinaje, ni siquiera lo pesado de la armadura que llevaba a diario, sino los gemidos y los suspiros que escapaban de su yelmo, como un alma en pena que arrastra el peso de su propia condena.
Al llegar, se arrodillaba El Armado ante la capilla del Señor de Burgos, suplicando con sollozos un perdón que le parecía inalcanzable.
Cada día repetía su ritual, que duraba hasta altas horas de la noche, pasando de convento en convento, ante la mirada desconcertada de los habitantes de la ciudad, que susurraban preguntas al viento sobre la culpa que lo atormentaba, sin atreverse a enfrentarlo.
Nadie tuvo el valor de interrogar a aquel hombre, que parecía llevar el peso del mundo sobre los hombros, y las respuestas quedaron suspendidas en el aire.
El final de la historia, tan sombrío como la figura del caballero, llegó cuando su sirvienta lo halló colgado en el balcón de su casona.
Sin más que hacer por él, fue enterrado aquel mismo día. Pero, dicen, en las noches solitarias, algunos se cruzan con su espectro en el callejón del Armado, su cuerpo aún pendiendo del aire, mientras su lamento se arrastra por las viejas piedras, buscando el perdón que la muerte no le dio.
Comentarios
Publicar un comentario